Me contagié de Covid 19: mindfulness con género

Soy instructora de Mindfulness y profesora del programa MBSR de Mindfulness para la reducción de estrés. Después de las fiestas navideñas me contagié con el Covid-19 y empecé a formar parte de esas cifras de personas contagiadas que, hasta entonces, veía publicadas en el periódico o escuchaba en el telediario. 

Desde el comienzo de la pandemia había tenido miedo, esa emoción desagradable que tendemos a rechazar porque muchas veces nos confronta con algo que es importante para nosotros, y lo tenía, no por mi, sino por mi pareja, que tiene una enfermedad respiratoria leve pero crónica. Habían pasado los meses y “nos estábamos librando del covid-19”. Y, a veces, confieso, sintiendo una especie de sensación de triunfo unida a un pensamiento del tipo: ¡Esto a mí no me va a pasar! Hasta que te pasa, y, entonces, no tienes más remedio que darte un baño de realidad. Hemos tenido síntomas leves que hemos podido sobrellevar en casa. Los dos somos meditadores, hemos pasado por el programa MBSR y procuramos poner conciencia en nuestra vida. Cuando vives de esta manera la conciencia y tu capacidad de estar presente se incrementan, por lo que eres más consciente de todo, lo quieras o no. Mindfulness me ha ayudado a estar presente también en la enfermedad. Me ha ayudado a estar en la sensación incómoda de dolor corporal generalizado, presente en las sensaciones que acompañan a la subida de la fiebre, presente en el cansancio –ese que aparece cuando te vas a levantar del sofá para ir a la cocina a por un vaso de agua y parece que has recorrido una maratón–. Me ha ayudado a reconocer esa mente pensante que decide jugar en tu contra, cuando te presenta pensamientos del tipo: “para qué fuiste a esa reunión, tenías que haber hecho otra cosa, y, ahora, si los síntomas se agravan, y si, y si, y si…”. Mindfulness te ayuda a darte cuenta de esa mente insaciable que siempre está pensando, y, también te ayuda –a mí me ha ayudado y mucho– a no identificarte con todos los pensamientos que te presenta. Si tuviera que elegir lo que más me sirve de mi práctica de Mindfulness para mi vida cotidiana, me quedo con esto: el poder que me otorga saber que no me tengo que identificar con los pensamientos. Sean pensamientos del tipo: “¡Belén eres genial!” o del tipo: “¡Belén no vales para esto! ¡No lo intentes otra vez, que va a salir mal!” etc. Seguro que ya me entiendes. 

Y a esto se aprende en el lugar de meditación, con la práctica, después de haber asistido a las formaciones que te guían por esta senda de la conciencia, y practicando mindfulness en todos los momentos de la vida. Recuperando esa capacidad innata que tenemos de estar plenamente presentes, conscientes, despiertas. Parafraseando las palabras del gran Jon Kabat – Zinn, no tienes nada más que hacer ni ningún lugar adonde ir, tan solo permanecer justo donde ahora estás. 

Pero a veces no es fácil hacer esto. Mindfulness es la cosa más sencilla y a la vez la más difícil. A mí me gusta decir en mis clases, que no se trata de aprender logaritmos o de memorizar grandes datos, se trata, tan solo, de ser capaz de prestar atención a la experiencia tal y como es, sin juicio. Yo no puedo hacer esto, el juicio me acompaña siempre, me guste o no. Así que lo que hago con mindfulness es aprender a darme cuenta de que ya está ahí interfiriendo en la experiencia que esté teniendo. Esta claridad, esta capacidad de ver las cosas tal y como son me ayuda a poner el juicio a un lado, me ayuda a abrir un espacio entre la experiencia y mi juicio. A veces esto es muy rápido, pero lo suficiente para darme la oportunidad de hacer algo diferente. Durante mi convalecencia, hubo un par de días en los que tuve un gran dolor de espalda, completamente diferente a nada que hubiese sentido antes. Apareció una tarde y se intensificó por la noche. El dolor era tan intenso que no me dejaba conciliar el sueño. Buscaba la postura, pero ni de un lado, ni del otro lado, ni boca arriba, ni boca abajo, ni la posición fetal, no encontraba la manera de tranquilizarme. Así que me levante justo en el momento en el que la mente empezaba a estar fuera de control. Empecé a caminar por la casa, despacio, consciente, poco a poco, mi mente empezó a estar más calmada, más presente en los pasos, en otras partes del cuerpo que en las que no sentía ese dolor. Después de un rato, regresé a la cama y allí tampoco pude dormir al principio, pero mi mente dejó de estar inquieta, así que pude quedarme solo con el dolor. Localizar los lugares exactos donde lo sentía, darme cuenta de las partes que estaban libres de dolor. Me fijé en su intensidad y me di cuenta de que variaba, que había una parte constante que a ratos se intensificaba. Descubrí que, si me permitía estar presente en la sensación de dolor, acercándome a él con curiosidad y sin juicio, podía estar con ello. Era desagradable, sí, pero ya no luchaba contra él. Así que poco a poco, empecé a centrarme también en las sensaciones de la respiración, utilizando la capacidad que nos propone mindfulness de pendular de un lugar a otro, hasta que se relajó mi cuerpo, se calmó mi mente y finalmente me dormí.  Contado así parece algo mágico, pero es real, mindfulness ayuda a vivir mejor, mindfulness es otra manera de estar en el mundo, una manera no reactiva, una forma amorosa de relacionarte con lo que te ocurre, interna y externamente, con todo lo que te rodea, trabajo, enfermedades, relaciones. No se trata de pintar el mundo de rosa, se trata de darte cuenta de que el mundo es rosa, gris, negro, blanco, azul, rojo…. Con mindfulness ampliamos nuestra capacidad de apreciar todos los colores, todos los matices. Y esto, créeme, es la mejor medicina para vivir.

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